Candirú
Llovía y nos mojábamos. Habíamos dejado mi carrito a dos cuadras del cine y el cielo se derramaba sobre nosotros. Como de costumbre, la lluvía me pilló desprevenido. Tú apenas llevabas un suéter.
Ver la versión del Planeta de los simios de Burton tomado de tu mano fue como un pedacito de cielo oscuro en uno de los pisos inferiores del WTC, pero salir a la lluvia fue un violento golpe de regreso a la realidad.
"Quiero que me des al arete que tenías en tu ombligo para usarlo como piercing", te pedí. Contestaste que no se podía, que el otro, aquel hijoputa al que ahora tanto odio, lo tenía colgado en un revólver.
La lluvia no cesaba como para remarcar que la cita había sido un fracaso. Yo sentía que gozabas mi dolor. Al menos un poco. Me detuve en medio de la calle y te dije:
"Sólo tienes que pedírmelo para que salga de tu vida, para que no vuelva a verte. Nunca más nos volveremos a cruzar. Ya ni siquiera tenemos amigos comunes, Ixchel está muerta".
Pero no pudiste pedírmelo.
No dejó de llover en toda la tarde.
Desde entonces te odio un poco. Te odio en la medida de quien vierte una pizca de sal en un postre, del que pone una gota de veneno inocua en su bebida como ensayo de una dosis letal. Te odio como sólo se puede odiar lo que amamos.
Al día siguiente, el sol volvió a salir, pero aquí no ha cesado de llover.
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