Bajo un cielo ajeno (4)
La catástrofe acechaba apenas unos años en el futuro, pero aquella nochebuena Nueva Orleans se levantaba majestuosa frente al Mississipi.
Me apretujaba junto a Alfredo en el asiento trasero de la van. Nuestro guía, un señor nacido en Aguascalientes nos llevaba por aquellas calles con olor a vudú que habrían de tragarse las aguas.
"Hay dos razones para no vivir en Nueva Orleans", dijo el viejo, "se llaman julio y agosto." Imagino que hoy debe estar muerto.
"Ese de la derecha es el Café Le Monde... aquel es el City Hall y al fondo del muelle pueden ver el acuario", decía el hombre mientras su camioneta serpenteaba por el French Quarter.
"Ese es el legendario Jazz Preservation Hall, donde un grupo de músicos voluntarios mantienen la tradición del Ragtime y el jazz antiguo, no se lo deben perder." No lo hicimos, esa misma noche escuchamos a la banda de ancianos negros desgranar las notas de un blues primigenio en un escenario que parecía más un garage, sentados sobre bancas de madera.
"Más allá de esta calle es el barrio gay, no les recomiendo que vayan hacia allá, no hay nada qué ver más que banderas de arcoiris. Es peligroso."
Luego nos llevó ladeando el bayou. Casas gigantescas que lo mismo pudieron habitar la tía Polly que Anne Rice. Finalmente volvimos a nuestro hotel por la legendaria Bourbon Street, con aquella canción de Sting dedicada al vampiro Louise reverberando en mi cráneo.
Frente al 209, el hombre nos indicó que ese era el Galatoire's, el restaurante más exclusivo de Nueva Orleans, uno de los más caros de Norteamérica.
"No se le aceptan reservaciones a nadie. Ya pudiera usted ser el presidente de los Estados Unidos que se tendría que formar en esa fila, en este frío de perros."
Debe haber sido cierto, porque al pasar vi a Ray Bradbury esperando pacientemente una mesa.
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