Bajo un cielo ajeno (1)
Octubre se terminaba sobre Montreal. El invierno se anunciaba ya en el viento helado que hacía revolotear navajas alrededor de los rostros entristecidos de los canadienses. En una sociedad pluricultural como ésa era fácil distinguir a los locales de los fuereños: todos los canacas se visten de negro cuando llega el frío.
En el vagón del metro, como todos los vagones de metro en que he viajado, un silencio espeso envolvía la soledad compartida. Algun adolescente dejaba escapar un poco del ruido que le machacaban los tímpanos desde su discman. algunas personas leían paperbacks baratos de Harry Potter o Stephen King.
Llegué a mi estación, cerca del estadio olímpico. Iba al jardín botánico. Salí al andén envuelto en mi propia melancolía, la que segrega mi sistema mezclada con la de la ciudad. Mala combinación.
Junto a las escaleras eléctricas había un viejo tocando un saxofón. Un rostro sanguíneo surcado de arrugas que dibujaban un mapa de frustraciones. Soplaba algún jazz desganado. Nada que llamara la atención de este habitante del tercer mundo.
Hasta que, cuando iba a mitad de las escaleras eléctricas (¿por qué todo es subterráneo en Canadá?) comenzó a tocar Bésame mucho, de Consuelito Velázquez. Nunca la he escuchado en versión más triste.
Regresé de inmediato a donde estaba. Lo observé fascinado hasta que terminó de tocar.
--Esa canción es de mi país-- le dije mientras soltaba un par de dólares canadienses en el estuche de su instrumento (plata que por otro lado no me sobraba).
--Oh, yeah?-- contestó con desgano y un marcado acento eslavo.
--¡Pero además así se llama mi empresa!
--Oh, yeah?
--Yep-- y me di la vuelta para salir al Parque.
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