Bajo un cielo ajeno (2)
"Cuando los locos deambulen por las calles, sabremos que el apocalipsis ha comenzado", me dijo el francés con su español gutural. Iba vestido de negro de pies a cabeza.
Afuera del camión, una lata oxidada con llantas, Sinaloa hervía.
Una lámina herrumbrosa se deslizó lentamente junto a la ventana. "El Rosario, 200 km", decía en letras que alguna vez fueron blancas sobre fondo verde.
Yo pensaba en ti, en lo lejos que puede estar Mazatlán de cualquier lado en el que yo me encuentre y en lo rojo de tu cabello.
"Y es que no hay imagen más desolada que una televisión encendida en el cuarto vacío de un motel a orillas de la carretera", dijo el francesito.
El camión se detuvo en las ruinas de una gasolinería. "Media hora para comer", ladró el chofer al tiempo que abría las puertas.
Todos los pasajeros bajamos con mansedumbre bovina. Algunos comieron en la fonda de la estación. Yo bebí la coca-cola más caliente de mi vida. Seguramente hasta los hielos estaban calientes en ese lugar.
Me paré en la esquina de la carretera y volteé hacia ambos lados, viendo perderse la línea de asfalto en ambas direcciones. Un camino tendido de la nada a la nada.
Pensé en subir de nuevo al camión, pero hacía más calor allá adentro.
Finalmente el chofer volvió a trepar, anunciando que nos íbamos. Al pasar junto a él pude oler los rastros de varias cervezas revoloteando alrededor de sus labios.
"¿No falta nadie?", preguntó el chofer sin la menor intención de esperar. Cerró la puerta y arrancó.
El francés no se volvió a subir.
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