lunes, septiembre 20, 2004

Todavía me acuerdo

Era temprano. Yo vivía lejos de la secundaria. Muy lejos, por lo que tomaba el metro o un pesero que se iba por todo Tlalpan y me dejaba, junto a Raúl Tirado --mi amigo en aquellos años-- frente al Estadio Azteca. Luego cruzábamos un puente que nos dejaba frente al colegio, en la calle de Bordo esquina con Acoxpa.

¿Haría frío? No lo recuerdo. El tiempo ha borrado los detalles poco importantes. Qué ropa llevaba, de qué veníamos hablando. Lo que sí recuerdo es que venía alguien más, algún otro loco que también iba de lejos a la misma escuela. ¿Paquito González Soto? ¿Carlos Mota?

No importa ya.

Lo que importa es que veníamos cruzando el puente. Que íbamos temprano a clases, porque entrábamos a las 8, y que justo a la mitad, comenzó a temblar.

La estructura se sacudió violentamente. El concreto es un material de cierta elasticidad, pero aquello fue espeluznante. Sobre todo los cables eléctricos, que latigueaban sobre nuestras cabezas. Yo recuerdo haberme abrazado a un poste.

El puente, sin embargo, no se colapsó. Cuando pasó todo, los tres seguimos caminando hasta la escuela. Entramos y tomamos clases normalmente.

¿Qué veríamos en clase? ¿Qué nos enseñaría Pepe Romero en Historia? ¿O Morita en inglés? ¿De qué hablaríamos en los descansos?

Llegó la hora de la salida. Lo que más me sorprendió fue ver a mi papá en la puerta de mi salón. Él nunca iba por mí a la escuela. Pero ahí estaba Bernardo con Virginia. En ese momento no pude ver la tranquilidad que exhalaron sus rostros cansados.

Llegamos a casa por todo Tlalpan. Lo primero que me sorprendió fue ver los vagones del metro detenidos en las estaciones. Luego, a medida que nos acercábamos al centro, empezaron a verse los edificios derrumbados. Cuando llegamos a la esquina de San Antonio Abad y Taller (sí, ahí donde murieron cientos de costureras) parecía que habían bombardeado la ciudad.

Hasta entonces supe lo que sucedió. Sólo en ese momento supe que habían evacuado a mi papá de una oficina de la Comisión Federal de Electricidad que no tenía vías de escape para emergencias. Que mi mamá estaba en misa cuando sucedió (aún era católica) y que Alfredo, mi hermanito, había sido atrapado por el sismo a unas cuadras de la primaria, en la colonia Roma. Que pasaron varias horas de angustia antes de saber que estaba bien, que había huido de los derrumbes y salvado la vida de milagro.

Entonces las historias, las tragedias, se multiplicaron. Que fulano estaba en el Hotel Regis, que mi tía se quedó entre los escombros de los edificios de Tlatelolco, que la Rana Godínez que vivía en el centro se quedó sin casa.

Asistimos incrédulos a la espantosa tragedia. Vimos de cerca los edificios derrumbados y los voluntarios levantando escombros. Cada tanto se oía en las noticias que un sobreviviente más había sido rescatado.

Después de la confusión inicial vino la organización espontánea de los ciudadanos. Las brigadas de rescate. Los donativos a los albergues.

Han pasado 19 años y no quedan en la ciudad rastros del siniestro. Sin embargo, la cicatriz no cierra. Yo mismo, que salí ileso, que no perdí a ningún familiar, siento que se me cierra la garganta al escribir estas líneas.

Por ello, y en memoria de todos los miles de muertos --nunca hubo cifra oficial creíble--, aplastados no sólo entre los escombros sino entre la monstruosa consecuencia de años de construcción caciqueada y chacaleada, de sexenios de saqueo y corrupción, por ellos, digo, no olvidemos que hace casi 20 años la tierra aulló.

Y en su alarido nos demostró, una vez más, que somos menos que polvo.

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