Muchas gracias a todos los que, pese a las marchas y la dificultad para llegar, estuvieron en la presentación de mi libro en Bellas Artes el pasado miércoles. La próxima será en Tijuana, el 26 de mayo en el CECUT. Me acompañan Rafa Saavedra y Ejival, pero ya pondré la información más detallada.
Por lo pronto, me siento casi obligado a tocar un tema de rabiosa actualidad:
El episodio III
Maldita sea.
Soy un fan.
Corrí a ver la última película de Star Wars gracias a la generosidad de mi amigo Ricardo Romero y la gente de Todo el Cine.
Y la experiencia me generó sentimientos encontrados.
Lo primero es la sensación de incomodidad que me produce ir a estos eventos y encontrarme a mi generación en un trip infantiloide del que irremediablemente soy partícipe. Hemos hecho de una serie de películas francamente malas objeto de un culto irracional.
La fascinación por Star Wars, que comparto con todos los que éramos niños hace veinticinco años, es la exaltación de la nada, la adoración al vacío.
Nos hemos dejado seducir por una secuencia interminable de imágenes vagamente conexas con pretensiones épicas, más producto de la visión empresarial de un aspirante a cineasta que de su talento narrativo.
Y sin embargo, como los junkies de la novela Planeta Shampoo de Douglas Coupland, nos gusta. Mucho.
Pero vamos a la cinta.
Desde los primeros compases del famoso tema de John Williams, seguida por el consabido prólogo que se desliza hacia el infinito sobre el fondo estrellado, sabemos que viene una secuencia inicial que nos dejará sin aliento.
Efectivamente, una batalla entre naves espaciales como jamás se ha filmado inunda la pantalla de pirotecnia digital que provocará mareos a cualquiera que no haya sido educado por el Atari y la MTV. Asistimos a una orgía audiovisual que intenta justificarse para narrar la caída de un héroe mesiánico hacia el lado oscuro de la fuerza.
Anakin Skywalker, hijo engendrado por una virgen en la primera (que en realidad es la cuarta) cinta de la serie, se ha encumbrado no sólo como un extraordinario piloto espacial sino como una promesa Jedi, orden de guerreros ascetas semi monásticos dedicados a salvaguardar la democracia galáctica.
Sin embargo, el senador Palpatine, quien secretamente liderea a los caballeros Sith, contraparte siniestra y antagónica de los Jedis, está empeñado en seducir al joven Anakin para que cambie de bando, conciente de su gran poder.
Quizá el problema entre otras cosas radica en el hecho de que todos conocemos el final de la historia desde hace 20 años. Anakin sucumbirá al lado oscuro de la fuerza, Palpatine disolverá el senado y se convertirá en Emperador y los Jedi serán prácticamente exterminados, dejando sólo a Yoda y Obi-Wan Kenobi en el exilio. El destino habrá de volver a juntar a Luke y Leia, hijos gemelos de Anakin y su mujer, separados al nacer tras la muerte de la madre y...
Lo demás lo conocemos todos.
Debo conceder al guión flojo y anticlimático del famoso episodio III que logró atar la mayoría de los cabos sueltos dejados por las otras cintas y que, como bien dice al inicio de la peli, "hay héroes en ambos bandos".
Es interesante ver que ni los Jedis son tan buenos no los siths tan maloras. Además de las claras alusiones que ha hecho el director dentro y fuera de la pantalla a la manera en que George Bush se ha dejado seducir por el lado oscuro de la fuerza.
Pero el resultado final es fallido, anticlimático y va poco más allá del festín audiovisual, al grado de desperdiciar las capacidades de un actor de la talla de Ewan McGregor. ¿Acaso sorprende a alguien?
No obstante, las salas de los cines de todo el mundo se abarrotarán de fans como yo que habremos una vez más de hinchar los bolsillos de don George Lucas poque entre otras cosas, maldita sea, yo la pienso volver a ver. Y es que no puedo explicar la fascinación casi adicitiva que me provocan estos personajes extravagantes con su misticismo de banqueta y sus malabares audiovisuales.
Lo cierto es que en la historia del cine, la serie de Star Wars ha marcado un parteaguas. La pregunta sería si éste ha sido para bien o nos ha condenado casi sistemáticamente a deslumbrantes blockbusters veraniegos donde lo que importan son los efectos especiales y la mercadotecnia alrededor de la película más que la historia misma.
En fin, que la fuerza los acompañe.
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