Carta abierta a Heberto Castillo
Sr. Ingeniero,
Estoy seguro de que no se acuerda de mí, entre otras cosas porque la única vez que coincidimos fue en una conferencia que dio usted en 1990 en el Centro Universitario México, el CUM, preparatoria católica de los hermanos maristas donde yo estudié.
Usted hablaba, yo estaba perdido entre el público; ni siquiera participé con una pregunta.
Era la Semana de la Juventud, a la que habían sido invitados diversos personajes, entre otros usted y —quizá para complementar el rango ideológico— el economista Luis Pazos.
Nunca fui muy sociable en la prepa. La idea de ir a mezclarme con lo más selecto de la oligarquía tampoco me atraía mucho. Pero usted, ingeniero, ya era una leyenda en mi panteón personal. No podía dejar de ir a su plática.
Verá, crecí en una familia de vocación liberal. Siempre digo en broma que mi papá era comunista y mi mamá hippy. Ninguno de los dos fue eso, pero lo parecían. El hecho es que crecí en una casa donde se leía mucho, entre otras cosas Proceso y libros de Rius, en un hogar donde se nos acurrucaba con música de Óscar Chávez y Mercedes Sosa.
Ahora que lo recuerdo, siendo niño alguna vez vi su nombre en un libro suyo ilustrado por Rius que se llamaba Huele a gas. La caricatura del tío Sam de la portada me llamó la antención pero mi abuela, otra gran lectora, no me dejó leerlo. "Pero es de Rius", alegué. "Sí, pero no es para niños. Además, Heberto Castillo es un agitador", contestó ella.
(No la juzgue mal, inge, la abuela fue una mujer muy inteligente, era maestra educadora y había estudiado filosofía en la UNAM —fue de las primeras mujeres en pisar las aulas universitarias— pero tenía el problema de haber crecido en el México posrrevolucionario, de haber creído en la revolución que le había permitido estudiar siendo huérfana y de haber sido, gracias al abuelo, cercana tangencialmente al poder. En fin, continúo...)
La abuela murió en 1983. Aún faltaban 17 años antes de que el PRI perdiera la presidencia. Estoy seguro de que no le gustaban mucho los priístas, pero también de que se hubiera ido de espaldas de saber que hoy sus restos mortales serán trasladados a lo que ella conoció como la Rotonda de los hombres ilustres.
Dice Fernando Vallejo que la inmortalidad es una estatua cagada por las palomas.
Aquella vez, la de la conferencia, alguien le preguntó por los cimientos de lo que en aquel tiempo se llamaba el Hotel de México pero se empezaba a conocer como el World Trade Center. "Uno nunca sabe para quién trabaja", dijo usted, con un suspiro resignado.
¿Se imaginaba usted para quién estaba trabajando cuando renunció a su candidatura del PSUM para unirse a la campaña deCuahutémoc Cárdenas? ¿Qué hubiera pensado, ingeniero, de haber visto los videos donde René Bejarano y Carlos Ímaz reciben dinero de Carlos Ahumada? Quizá hubiera pensado lo que tantos simpatizantes del Perredé pensamos: ¿Esa es la izquierda de este país? ¿Para eso han muerto tantos militantes de las bases del partido en Guerrero, en Oaxaca, en Morelos?
Todavía recuerdo, aunque era adolescente aún y bastante despolitizado, su campaña presidencial. Incluso recuerdo un artículo de Proceso donde aparecía una foto del inicio de campaña dde Salinas, a todo trapo, junto a una de usted, sentado con una familia humilde en algún barrio proleta del D.F., sin tarimas ni mantel de fieltro verde, sin micrófonos ni acarreados. Sólo su sonrisa serena, y la gente con usted.
Cuando en la conferencia el el auditorio del CUM alguien le preguntó sobre su labor como maestro universitario, usted dijo que estaba en contra de las becas deportivas. "Porque luego becan a un muchacho en el básquetbol y pasa sus materias por ser seleccionado y luego sale una bestia bsaquetbolera que se le cae el primer puente que construye", dijo.
Pues eso, bestias basquetboleras es lo que ha salido del Perredé. Los hijos de la nueva izquierda son incapaces de construir puentes firmes. Mucho menos distribuidores viales.
En 1990 la URSS acababa de caer. "Pobres comunistas", dijo mi amigo Eric List, "han de estar convertidos en unos anarquistas confundidos". Cuando yo llegué, y quizá pudiera hablar a nombre de mi generación, ya no había ideologías ni héroes. El Ché Guevara ya servía para vender pantalones de mezclilla. Trotsky anunciaba pollo frito y Mao era un chino gordo en un cuadro de Andy Warhol. Casi quince años después las cosas no son mucho mejores.
¿Qué hubiera pensado, Inge, si hubiera visto esta tierra de confusión, con un presidente del PAN, con los zapatistas guardando silencio, con un montón de ladrones incrustados en la mismísima cúpula de la oposición, y con un agitador en la Rotonda de las personas ilustres...?
Uno nunca sabe para quién trabaja.
En fin, estoy cantinfleando. No lo molesto más, le dejo dormir tranquilo. Es sólo que cuando usted nos dejó en 1997 murió con usted algo que la izquierda ha sido incapaz de reponer: autocrítica, humildad y mesura.
Ojalá hubiera más agitadores.
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